Por: David Álvarez Vázquez
“Las palabras que ahora escribo y digo van
dirigidas a todas esas personas que, sin formar filas en el EZLN, comparten,
viven y luchan con nosotros una idea: la construcción de un mundo donde quepan
todos los mundos”, declaró el Sub Marcos un 10 de noviembre de 2003, fragmento
del mensaje enviado al arranque de campaña del “EZLN: 20 y 10, el Fuego y la
Palabra”; 10 años después, en el 30 y 20, estas palabras trascendieron las
murallas del tiempo y reafirmaron en cada vocablo la integración de estos
mundos, cada uno formado en su propia particularidad y pese o con ello, la
convivencia con 2,500 personas de distintas partes de estos mundos fluyeron en
un espacio geográfico al sureste mexicano, mismo que en diciembre del 2013,
llevó a cabo la segunda vuelta de la Escuelita Zapatista, a la cual tuve el
honor de ser invitado.
Las palabras, dicen, sobran para explicar momentos
que deslumbran los sentidos y pese a lo trillado que esto sea, al momento de vivirlo
cobra significado. Si bien, mi sorpresa al recibir un correo con la invitación fue
de emotividad, el realizar un viaje de 17 horas (2hrs al D.F. y 15 días a San
Cristóbal) rumbo al lugar que añoré desde adolescente, fue impresionante, con
el alcance que estas palabras puedan tener.
La neblina y la lluvia nos recibió en el Caracol 2 “Oventic” en la región de los Altos Chiapas; el recibimiento de las, los compas
zapatistas entre la multitud de personas de todas partes del mundo y aquellos
que, con pasamontañas, nos miraban postrados en sus lugares, gritando consignas
de esas que cimbran los oídos y “enchinan” la piel, hacían que pareciera un
sueño, de esos que uno tuvo en la adolescencia al oír por la televisión a
aquellas y aquellos que levantaron la voz en el año del 94.
Caminé los caminos de ellos durante algunos días,
esos caminos de dignidad y resistencia, y la vibración de las huellas de cada
persona se sintieron siempre latentes en mi mente. Si tengo qué describir la experiencia
en simples palabras, no recurría a ninguna, pues las palabras, a veces, no dan
para más y la simpleza suena tan absurda que es mejor quedarse callado, que el
silencio dice más. Sin embargo, para fines de este escrito, tendré que
limitarme a los signos para intentar evocar una experiencia que fue una
oportunidad para aprender y enamorarse de esos bellos paisajes y esos bellos
murales coloridos que alimentan la esperanza de que otro mundo es posible; ya
no es la pobreza romántica que ensalza a ese otro para endulzarle la vida, sino
la concreción de una utopía, esa que deriva de las fuerzas sociales y que se edifica poco a poco.
Desde el momento en que uno pisa ese suelo y siente
la lluvia todo es diferente; el sentimiento con mi guardián, votán, que a uno
le acompaña durante el tiempo de estancia se siente cuando llega la despedida, no sin antes tomarnos una foto del recuerdo, darnos un
apretón de manos y un fuerte abrazo, sintiendo las lágrimas casi salir; lo
mismo con la familia con la que a uno le toca quedarse, recuerdos con juegos de
canicas con los niños, comiendo frijoles y arroz mientras cerca de una fogata
nos calentamos en familia, porque es preciso decirlo, me convertí en parte de
una familia. El trabajo, las caminatas y las cortas pero grandiosas pláticas,
debido a las limitantes del lenguaje, quedan tatuadas en el recuerdo; así los
gestos y las risas rebasan fronteras, como si de una comunicación universal se
tratara. Los bailes se hicieron presentes los últimos días en los que a uno le toca decir "adiós"; al final, los abrazos de despedida no se dejan esperar, la familia parte, uno parte, y el sentimiento es tan profundo (pese a las consideraciones del tiempo) que parece imposible no expresar alguna sensación, porque por dentro se sabe que será muy difícil volvernos a ver. De
agradecimientos se llena uno la boca y llega el momento en el que se alejan durante
la noche, mientras parado, lo ves partir.
La Escuelita Zapatista rompe con los esquemas de “escuela”
al no haber salones ni profesores dando teoría, mucho menos uniformes; uno
aprende conceptos como “autonomía” o “resistencia” a través del trabajo y la
construcción de ello, y ellos son quienes lo trabajan y lo construyen. Se aprende su organización y su caminar diario, las formas en las que se edifica un
mundo nuevo y por qué no decirlo, de sus errores, de los que ellos mismo han
ido aprendiendo. Si me preguntan el cómo trasciende esto, es que cada uno de
nosotros las, los estudiantes lleven la flor de la autonomía, de la lucha; es
aprender para después trabajar y construir, cada uno en su mundo con la
posibilidad real de llegar a ser y no sólo de imaginar siendo; cada persona, cada espacio se lleva a sus rincones algo de esperanza y esa, es la razón por la que uno se forja, por que se cree, no en el dogma utópico ese que enceguece, sino en el que se construye pese a los fracasos por que se sabe, es peor su aniquilamiento. "¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar", escribirá Eduardo Galeano.
Chiapas se lleva un cacho de corazón mío que espera
pronto volver, la otra parte se viene conmigo, con la añoranza por aquellas tierras
neblinosas y ahora lejanas, y que de algún modo, lo aprendido, me lleve a acciones
de libertad y dignidad, palabras que no se aprenden en las aulas académicas,
sino entre el suelo enlodado y los pies descalzos; cargando la leña, tomando pozol o durmiendo en las frías noches en las que se envolvía la comunidad: Naranjatik el Alto, que resiste y se dignifica con su gente día con día, allá
en el Municipio Autónomo de San Pedro Pohló.
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